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Editorial |
Descripción
A lo largo de los últimos cinco siglos, el edificio de la ciencia se ha construido sobre tres pilares fundamentales: la limitación del derecho de entrada asociada a la elevación y especialización de los conocimientos requeridos; la transformación de cualquier aspiración de dominación en la ambición y el empeño por avanzar en el conocimiento científico de la realidad dirimiendo las diferencias mediante la razón y el juicio de los pares; y, por último, la profunda convicción llevada a la práctica de que solo el desinterés, afirmando la independencia de la investigación científica puede, a la larga, engendrar interés. Ese ejercicio de independencia llevó a la ciencia a creer que su objeto, que su responsabilidad, podía ser del todo ajena a sus consecuencias y efectos sociales. A finales del siglo XX, sin embargo, sabemos que repudiar a la sociedad tuvo efectos fatales. Quizás fuera Ulrich Beck, el sociólogo alemán, quien primero llamara la atención sobre ello: los descubrimientos y hallazgos de la ciencia tienen hoy un impacto integral sobre toda la población, hasta el punto de que vivimos en una sociedad del riesgo global (pensemos en los efectos de las catástrofes nucleares; de las pandemias universales; de las crisis alimentarias mundiales; etc.) donde la sociedad civil no puede ser un objeto paciente, sino, al contrario, un sujeto activo que tiene el derecho y la obligación de participar en la cogestión de la ciencia y el conocimiento. La revolución digital, la promesa que encierra Internet, es la de empoderarnos como ciudadanos en el ejercicio de esa cogestión responsable, la de capacitarnos para trabajar colaborativamente en la construcción de una nueva forma de inteligencia colectiva, la de crear ciudadanos capaces de interpretar críticamente la realidad interpelando a la ciencia misma. «¡Todos sabios!» es a la vez el deseo y la apelación a que la sabiduría y el conocimiento sea cosa de todos.